viernes, 26 de noviembre de 2010
El teatro antes del '36
El siglo XX se inaugura en un clima de tensión entre un teatro comercial, retórico, simplón y mediocre, destinado a una burguesía acomodada a los usos más trillados del siglo anterior, y un teatro experimental, inquieto, vanguardista y difícil de representar.
Los intentos por esta renovación son varios y no siempre clara la frontera entre un teatro y otro. Autores como Benavente participan de las dos tendencias: frente a obras conservadoras impulsa un teatro modernista, defiende el Teatro del Arte y ampara un Teatro para los Niños.
Necesidades obvias fomentan la creación de teatros privados o semiprivados, como El Mirlo Blanco, ligado a los Baroja; El cántaro roto, a Valle-Inclán o El caracol, a Azorín. Estas iniciativas culminarían con el apoyo oficial al teatro clásico durante la Segunda República, con la fundación de La Barraca, dirigida por García Lorca, o con las iniciativas de Gallego Burín.
También las publicaciones impresas jugaron un papel importante, con revistas literarias como La Farsa, La novela semanal o El teatro moderno, y culminarían en publicaciones como La Pluma, dirigida por Cipriano Rivas Cherif o Manuel Azaña.
La Guerra Civil (1936-39) hará que muchos de nuestros dramaturgos interrumpan su trabajo.
Frente a los autores que siguen el exilio, quienes permanecen en la Península realizan un teatro de evasión, carente de interés y proyectado sobre la comedia burguesa de dudoso humor.
La renovación vendrá del drama social que, a menudo, choca con la censura. Las prohibiciones son causa de que otros dramaturgos abandonen el país circunstancialmente, como Alfonso Sastre, o casi definitivamente, como Fernando Arrabal, cuya actividad se distancia del teatro español.
Los últimos años del franquismo dan lugar a un teatro independiente, reacio a la representación. Como en épocas anteriores, las revistas -Primer acto, Pipirijaina- y editoriales especializadas -Espiral, Antonio Machado- se encargan de difundirlo, ya que los escenarios no querrán ni podrán hacerlo.
Los intentos por esta renovación son varios y no siempre clara la frontera entre un teatro y otro. Autores como Benavente participan de las dos tendencias: frente a obras conservadoras impulsa un teatro modernista, defiende el Teatro del Arte y ampara un Teatro para los Niños.
Necesidades obvias fomentan la creación de teatros privados o semiprivados, como El Mirlo Blanco, ligado a los Baroja; El cántaro roto, a Valle-Inclán o El caracol, a Azorín. Estas iniciativas culminarían con el apoyo oficial al teatro clásico durante la Segunda República, con la fundación de La Barraca, dirigida por García Lorca, o con las iniciativas de Gallego Burín.
También las publicaciones impresas jugaron un papel importante, con revistas literarias como La Farsa, La novela semanal o El teatro moderno, y culminarían en publicaciones como La Pluma, dirigida por Cipriano Rivas Cherif o Manuel Azaña.
La Guerra Civil (1936-39) hará que muchos de nuestros dramaturgos interrumpan su trabajo.
Frente a los autores que siguen el exilio, quienes permanecen en la Península realizan un teatro de evasión, carente de interés y proyectado sobre la comedia burguesa de dudoso humor.
La renovación vendrá del drama social que, a menudo, choca con la censura. Las prohibiciones son causa de que otros dramaturgos abandonen el país circunstancialmente, como Alfonso Sastre, o casi definitivamente, como Fernando Arrabal, cuya actividad se distancia del teatro español.
Los últimos años del franquismo dan lugar a un teatro independiente, reacio a la representación. Como en épocas anteriores, las revistas -Primer acto, Pipirijaina- y editoriales especializadas -Espiral, Antonio Machado- se encargan de difundirlo, ya que los escenarios no querrán ni podrán hacerlo.
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